Orinó un sedimento denso y pestilente. Ese olor de óxido lo percibía en todo su cuerpo, hasta en sus sueños como una sustancia mordiente. Tenía una fiebre de puerco hacía cuatro días y se sentía pétreo, metálico. Todo le sabía a cobre. Cada doce, cada ocho y cada seis horas tomaba antibióticos. Los detestaba, no tanto por su sabor desagradable y el olor que causaban en su cuerpo, sino porque lo mantenían en vigilia, en ese peligroso estado de la conciencia. Podía ver los relojes dormidos, sentir el gotear del tiempo en su cabeza y escuchar los silencios más hondos del mundo: los ruidos sordos de su cuerpo, el resuello de autos trasnochados, el rumor de los árboles y el murmurar de las estrellas en secreto. El olor siempre estaba presente, salía de sus sábanas y le penetraba hasta lo más hondo de sus reminiscencias. Tenía el rostro descompuesto, no por el sueño espeso en su mirada, sino por su ausencia. Cerró los ojos tratando de buscarlo desde adentro porque se había cansado de esperarlo cuatro días afuera. Hurgó en esa madeja incomprensible de la mente y no lo halló. En la búsqueda se encontró con recuerdos, objetos inverosímiles y desproporcionados, olores, sabores y hasta con personas enterradas en el olvido como ella, Nasli, esa niñita de tercero con trenzas, pecas en el rostro y sus cartas con tinta roja. Poco a poco fue emergiendo de esas infinidades sin tiempo, de esas profundidades viscosas, de esos laberintos de la vida y se supo enfermo, postrado en esa cama yerta, lóbrega, rodeado de ese olor a hierro oxidado, de ese olor a flores marchitas.
Vincent Taborda
Vincent Taborda
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