Un día ensoñado igual a este, la tomé de la mano. Atravesamos el bullicio de la familia y del barrio. Buscamos un lugar distante. Por ejemplo, un inexistente valle cubierto de árboles detrás de una montaña, donde la soledad y el silencio dibujaran el horizonte. La invité a que se sentara en una inexplicable piedra en forma de asiento. Yo me senté a su lado. Nos miramos; tal como lo harían bebes ante un color atractivo, hermoso. Nos miramos. Nos miramos. Y nuestros ojos hablaron de eternidad, plenitud, de Dios. Mi voz se escuchó apagada, dolorosa:
Ya no podremos seguir juntos.
* Pero, por qué, si nos amamos; tú me quieres a mí, yo a ti, eso es lo único que debe importarnos.
* ¿Acaso no te das cuenta? El mundo se nos está cayendo encima.
* ¿Y eso qué? Que hablen y digan lo que quieran.
* Debería importarnos.
* Debería, sí. Pero a mí no me importa.
* Dejemos el juego. Ya no somos niños.
* Para mí, desde hace mucho, esto dejó de ser un juego. Yo quiero estar contigo, está decidido.
* ¡Basta! Somos hermanos, maldita sea. Nunca debimos llegar a este punto.
No hubo réplica esta vez. Yo me levanté, y sin mirar atrás, me arrastré en lágrimas, como si hubiera corrido en vez de hablar, hacia el bullicio de la familia y del barrio. Ella se quedó sentada, inmóvil, respirando con dificultad; creo que también lloraba.
Johann Wahrmensch
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