A mamá Patricia
Le faltaba poco para terminar de afeitarse. Había heredado de su padre esa fina sombra que le crecía por encima y por debajo de los labios. Se la quitaba precisamente por eso, no quería parecerse más a él. Ya tenía el mismo color verde de sus ojos, el que se hace invisible con la luz del sol; la misma nariz aplastada, que sólo era visible al moverse; e incluso la misma irritante mueca que hacía con la boca al hablar
* ¡Alicia prende el aire que empieza a hacer calor!
Se miró al espejo. En ese pequeño momento, en que aún tenía la barbilla mojada, se sentía plenamente él. Sentía que sus ojos no tenían otro color que no fuera el suyo, ese que había sido resultado de la lenta cristalización de los metales que llevaba dentro. Se sentía grande, más que grande, inmenso, capaz de llenar cada espacio del vidrio: frente ancha, labios carnudos, pómulos pronunciados, ojos desorbitados y nariz... una larga nariz. Se sentía bello, como tallado en mármol, con las facciones propias del más honorable caballero. Ahora lo entendía. Alicia se había enamorado de él, de todo él, e incluso la mueca le ha de parecer atractiva, muestra perfecta de la fineza de su rango.
- Alicia, ¡Te he dicho que prendas el aire!
El silencio del cuarto lo inundó al salir. Era un silencio impropio por lo que había sucedido la noche anterior.. La llamó con la mirada buscándola con sus ojos en cada espacio de la habitación. No obtuvo respuesta. Se detuvo en el collar de esmeraldas que se encontraba tirado en la cama, con una brusquedad que no correspondía a su valor de compra. Lo acarició. Acarició en cada piedra las excusas que ellas conformaban, las lágrimas que vanamente cesaron, el amor disimulado que brillaba en y un opaco verde del que claramente no había. Entonces se vio a sí mismo con el collar en la mano al lado de esa vieja mesita de noche, porque él ya había visto esta escena.. La había visto escondido tras el pequeño espacio que una puerta abría. Había visto el mismo ceño fruncido, que ahora era el suyo; el mismo crujir de las tablas de la cama al sentarse, que ahora eran las suyas; las mismas lágrimas que le salían por el orgullo herido, que ahora era su orgullo; el mismo grito ahogado llamando a su mujer, que ahora lo abandonaba a él; la misma destrucción de una costosa decoración, que ahora él había comprado; las mismas joyas destrozadas ante la rigidez del piso, pero que ahora en vez de zafiros, eran unas finas esmeraldas.
Se volvió a mirar, abatido, desde la perspectiva que le correspondía vivir. Entendió entonces que había heredado algo más que los rasgos faciales de su padre.
Karla Aguilar.
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