La cuerda había estado allí mucho tiempo. Quizás años. Ese día que la vio le pareció como si le gritara que la rescatara de su despectiva e indescifrable función: Daba dos vueltas en el listón de madera y uno de sus extremos, más largo que el otro, colgaba en la esquina del cuarto moribundo y yerto —talvez sea el vestigio olvidado de que alguna vez algo pendió de allí —se mintió—. una hamaca, un gajo de guineo o hasta un ahorcado…
Era el viejo más viejo de aquel pueblo de calles lánguidas y casitas dormidas en un tiempo estancado en cuatro generaciones. Era un ermitaño decrépito y refunfuñón que vivía en un cambuche de tabla sumido en un dejo atroz que quedaba al final de una calle sin salida por un vasto campo de arroz. El viejo era puro silencio. Una vez amanecía, sacaba una chaza de madera atiborrada de confites derretidos, cajas de cigarrillos vacías y unos cuantos gajos de mamón podrido que le habían quedado de la última cosecha y se sentaba en un viejo taburete recostado a un horcón a venderle a los jornaleros que trabajaban en aquél campo. Pasaba sentado gran parte del día en una posición bastante incómoda y sólo se levantaba cuando las necesidades se lo exigían, aunque no habría de importarle si un día decidiera no hacerle caso a su fisiología. Para él Hasta el roce leve de las hojas producía ruido. Por eso en su casa no había plantas de ninguna clase. Hubo un tiempo en que se le vio claveteando unas cuantas tablas y amarrando una que otra vareta en el tugurio. Selló puertas y ventanas, el techo y los resquicios que dejaban las tablas para aislarse de la estridencia caótica del mundo. Ya en su pequeño monasterio, se sumergió en un denso silencio. De repente, empezó a escuchar lo que al parecer eran las pisadas progresivas de alguien que siempre se acercaba y nunca llegaba: eran los pulsos indiscutibles del tiempo, el tic tac del reloj que hacía de sus esfuerzos por acallar el entorno, esfuerzos inútiles. Un día, perturbado por sus pisadas, acabó por matarlo con minuciosa agonía. Tenía el silencio asido a su ropa, enredado en su garganta, expresado en su mirada lejana y confusa. Colgaba de sus parpados entreabiertos por el cansancio de otra madrugada más sin dormir a expensas de las ligeras y concurrentes ilusiones que aprisionaba su alma corroída por los recuerdos que se mantenían inexpugnables a las pretensiones del olvido. Un olvido que sólo se olvidaba de él, que ardía como una llama inextinguible, devoradora y loca sobre su cuerpo milenario. Su obsesiva rigidez por el silencio absoluto lo llevó a escuchar sonidos inaudibles, sonidos que no venían de afuera, sonidos que venían de él, de su interior, de sus recuerdos de infancia, de su soledad, de su mismo silencio. Desde hacía algunos años convivía con ellos, con los murmullos de su destierro, con aquellas voces a las que no podía clavarle tablas ni amarrarle varetas, con aquellas risotadas que se agolpaban en su mente. Buscó no pensar para no pensar pero le fue imposible, su corazón latía con estrépito por estos sentimientos, y negándose a ellos optó por silenciarse él. Sus cosas habían de permanecer así, como él las dejó, ancladas en el tiempo denso de aquella casa, pues nadie quiso nunca ni querría jamás ser propietario de la herencia del viejo: unas noches completamente desoladas.
Vincent Taborda
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