Al despertar dolorida, tirada en su cama, sintió asco y repulsión de sí misma, del interior de su ropa emanaba un olor masculino nauseabundo; Ana lloraba de impotencia con sus dedos enredados en el pelo, mientras imágenes memorables iban y venían dando vuelcos ligeros en su cabeza, haciéndole sentir el ser más despreciable y sucio.
La noche anterior, obligada por su padrastro, debió salir con tres tipos; a pesar de resistirse no pudo impedirlo, sabía que de él podría esperar cualquier cosa. Al salir de casa empezó la rumba, primero uno, después los otros y Ana era un cuerpo más en disputa, sin derecho a reclamar o gritar, atada de manos y amordazada estrictamente podía gemir con gran dolor. Así pasó media noche hasta que sus partes más sensibles se convirtieron en señal para dejarla casi muerta y repugnante, mientras sentía fallecer su cuerpo desgarrado; simultáneamente el siguiente paso a dar era sinónimo de disputa, ¡matarla no podrían! ¿Cómo responderían ante el infeliz de su padrastro?, tirarla al arroyo significaría la amenaza de ser descubiertos, así que finalmente decidieron inyectar el líquido que según le haría olvidar lo sucedido.
Ana había sido llevada de vuelta a donde esperaba ansioso el borracho de su padrastro, quien extasiado por el alcohol y la marihuana cobró la suma y pidió que fuera llevada a su recamara y cerrada con llave la puerta. Esa fue la última escena reproducida en su memoria. Ana, sin dudarlo trepó del maldito recuerdo aliándose a la ventana de más de cincuenta metros de altura.
Por: María Teresa Caseres
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